Madrid, 23.03.19
Segundo borrador del debate sobre capitalismo digital
El ser humano en el centro
Por una agenda digital progresista
El progreso tecnológico es uno de los factores que más ha influido sobre el desarrollo social en las últimas décadas. Las nuevas tecnologías han modificado profundamente la comunicación, la producción y la distribución de productos, la producción de alimentos, los tratamientos médicos y también la guerra. Pero, sobre todo, la tecnología de la información ha fomentado más que nada el desarrollo de la economía mundial, integrando mercados existentes y creando mercados nuevos. Y en los años venideros, el desarrollo tecnológico no perderá ímpetu.
Porque no cabe duda de que actualmente se está produciendo una revolución tecnológica profunda. La digitalización transforma el mundo. En todo el planeta, la interacción de la recopilación de datos, la conexión en red, la inteligencia artificial y la robótica causa transformaciones radicales en la vida personal, social y económica. La nueva revolución tecnológica se diferencia de la digitalización anterior por la rapidez de las innovaciones, el alcance de las mismas y la interconexión progresiva de las diversas tecnologías.
La nueva calidad de la digitalización está impulsada sobre todo por los avances en tres campos y su interacción. En primer lugar, la tecnología de la información y el software: el rendimiento de los procesadores crece de forma exponencial y facilita el uso de las tecnologías en la nube y las aplicaciones móviles. Los algoritmos aprenden a gran velocidad y justifican ya el nombre de inteligencia artificial. En segundo lugar, la robótica y la tecnología de sensores: al mismo tiempo que se reducen el tamaño y los costos de los sistemas, aumentan sus posibilidades de aplicación y su facilidad de uso. Eso los hace interesantes también para empresas de menor tamaño y la producción individual. En tercer lugar y como factor decisivo están la conexión en red y la conectividad de los sistemas en un “ecosistema digital”, en el que redes de pequeñas computadoras integradas en diversos aparatos y objetivos se intercomunican a través de Internet.
Si bien hoy no es posible predecir qué innovaciones se pueden inventar e implementar en el futuro y con qué velocidad, en vista del ritmo vertiginoso de los últimos años, los hechos tecnológicos están relativamente claros. Lo que sigue abierto es qué consecuencias habrá para la economía, la sociedad y las personas individuales. Se ha contestado ya con amplitud considerable la pregunta de qué es técnicamente posible, pero no con qué propósito se aplicará la tecnología.
De forma similar al discurso globalizador de los años 90, también el discurso de la digitalización representa al mismo tiempo una realidad, una promesa y una amenaza. Para algunos, la digitalización se convierte en la clave a aplicar en todos los problemas que quedan por resolver en las economías y las sociedades; otros elevan el desarrollo tecnológico a la categoría de necesidad inapelable, contra la que no se puede hacer nada y que no es controlable.
Con las oportunidades llegan también los riesgos. Para muchos, la digitalización es la palabra mágica de una política orientada al futuro y para otros contribuye a exacerbar las pesadillas digitales: a la esperanza de innumerables soluciones descentralizadas para el bien de la humanidad se contrapone la época de los gigantes de Internet; a la democracia digital, los discursos de odio y los troles políticos; a las posibilidades de información ilimitada, las noticias falsas y las cámaras de eco; a la interconexión de comunidades diferentes, la polarización de los debates; al desarrollo personal pleno, el control total; a la liberación del trabajo rutinario, la agravación de la desigualdad y la pérdida de empleo; a la solución de problemas de desarrollo en el sur global, la consolidación de la supremacía de los países del norte debido a su ventaja tecnológica. A diferencia de los inicios de la tecnología de la información, los avances e interacciones posteriores de las tecnologías del siglo XXI ya no se aceptarán sin grandes resistencias sociales. Sus aspectos negativos quedan más patentes.
El significado político y social que adquieran la formación de redes digitales, las fábricas inteligentes, el trabajo colaborativo en línea (crowd work) o los macrodatos (big data) dependerá de cómo se utilice la tecnología. La tecnología no es una fuerza autónoma, sino que es creada y aplicada por los seres humanos. Puede consolidar la dominación y la maximización de las ganancias o facilitar el trabajo, la vida y la participación de las personas. En este terreno, para la izquierda política se plantean las mismas preguntas que en otros temas: ¿quién tiene acceso a la tecnología?, ¿qué necesidades, y de quienes, se satisfacen mediante la tecnología?, ¿quién puede decidir en realidad sobre esos temas y cómo?, ¿en qué tipo de sociedad queremos vivir?, ¿cómo se vincula la digitalización con otros grandes procesos como la lucha por los objetivos de desarrollo sostenible?, ¿qué forma debe adoptar una política que apueste por la utilización democrática y emancipadora de la tecnología?
Es por ello que necesitamos una agenda digital progresista. Los plazos para desarrollar esa agenda son cada vez más apremiantes, porque el rumbo del proceso de digitalización se decidirá en gran medida en los próximos años.
Elaborar una agenda de esas características no es una tarea trivial. El objetivo será hacer coincidir elementos aparentemente dispersos: viabilidad tecnológica, desarrollo político y social y límites ecológicos; política local y condiciones mundiales; elementos de mercado y estructuras de la economía solidaria; jerarquías políticas tradicionales e innovaciones democráticas desde abajo; proyectos a corto plazo y metas a más largo plazo. Para ellos deberemos comprometernos con una cultura de búsqueda y experimentación. Porque serán muchas las preguntas que no podremos contestar hoy. Pero deberíamos formular pautas y expectativas que sirvan para la orientación y la movilización. Precisamente con vistas a la digitalización, que causa tanta inseguridad, se necesita algo como una “utopía práctica” que describa los desafíos, pero también las posibilidades para una digitalización exitosa, desde nuestro punto de vista. Porque menos del 50 % de las personas que hoy tienen acceso a Internet confían en que la tecnología mejorará su vida. Es por eso que debemos crear espacios para discutir cómo se puede vincular la digitalización con los diferentes objetivos sociales y qué rol deben jugar la sociedad, la política y la economía.
Es que la implementación de una agenda progresista tampoco será de ninguna manera una tarea menor. Cada alternativa progresista sustancial va a enfrentarse a los sistemas de ordenamiento existentes con intereses (económicos) poderosos. Las respuestas a preguntas como: ¿a quién pertenecen los datos?, ¿debemos limitar el poder de los gigantes de Internet en el mercado y, en caso afirmativo, cómo?, ¿cómo podemos asegurar que todos se beneficien de los dividendos digitales? y ¿qué papel juegan los sindicatos en la economía digital? transformarán las relaciones de propiedad, desplazarán cuotas de mercado y decidirán sobre cuestiones como el poder, la participación y el acceso. La transición a un nuevo orden digital se decidirá de forma sustancial mediante luchas (de reparto) políticas y sociales.
Por tanto, nuestra premisa central es: ¡la digitalización necesita elaboración y acuerdos sociales! Para alcanzar ese objetivo, los procesos y los impactos de esa revolución tecnológica deben ser comprendidos por los actores sociales y se debe exponer de forma transparente quiénes los causan y los promueven.
Los sistemas digitales ya son hoy componentes fijos en casi todos los campos de la economía política, la sociedad y las relaciones sociales de sus integrantes. Capitalismo digital significa que el intercambio de informaciones digitales entre redes de datos es el centro de la actividad económica y social. En este marco, los datos son el producto más importante y la red mundial, o world wide web, es la metaestructura de la economía digital. La Internet es la columna vertebral de todos los servicios en la economía de la red. Sea para ver noticias, escuchar música, mirar películas o comunicarnos: la Internet es fundamental, no solo para el funcionamiento de toda la economía, sino también para la vida individual, porque se convierte cada vez más en el equivalente por excelencia de la participación en la vida social. El capitalismo digital es, por tanto, importante para ambos: para los productores y para los consumidores.
La digitalización transformará de forma fundamental la competencia y la distribución del valor añadido. Aunque el rumbo y la velocidad con frecuencia son determinados por intereses económicos, a menudo resulta difícil distinguir a los impulsores de los impulsados por la digitalización. Lo que necesitamos es, por lo tanto, un conocimiento más profundo sobre los aspectos infraestructurales, ideológicos y técnicos del capitalismo digital y sus modelos económicos predominantes. ¿Cómo reacciona y cómo impone sus innovaciones tecnológicas? ¿Cómo prospera la economía capitalista en la época de la información digital? ¿Cuánta responsabilidad queremos ceder y cómo lo legitimamos? ¿Se convertirá el capitalismo en una “sociedad de coste marginal cero” como postula Jeremy Rifkin, se nos pagará pronto por nuestros tweets, como supone Jaron Lanier, o deberemos desmontar la Internet debido a los peligros que supone, como sugiere Evgeny Morozov?
Pero el capitalismo digital tiene sobre todo una característica: sigue siendo capitalismo, con las dinámicas y las contradicciones que le son inherentes. La transformación tecnológica con nuevos procesos y técnicas de producción no crea de por sí nuevas relaciones de producción. Por tanto, el discurso sobre el capitalismo digital puede resultar desorientador al afirmar que ha surgido algo esencialmente diferente al capitalismo que conocemos de los últimos 250 años. Los mecanismos capitalistas básicos persisten también en el capitalismo digital; categorías como trabajo asalariado, ganancia, propiedad privada o mercado mantienen su significado. Al final, se sigue tratando lisa y llanamente del capitalismo, pero con traje nuevo. Y ya hoy se percibe que la digitalización, si no se la desarrolla de forma política, acentuará las contradicciones capitalistas. Los efectos de la economía de la red proporcionan incentivos y oportunidades para la creación de monopolios. Hoy día algunas empresas de la economía digital ya tienen ingresos que superan el PIB de muchos países; las divisas digitales están atravesando un auge, sin que resulte posible predecir su impacto a largo plazo sobre los mercados financieros y de dinero; los mercados de trabajo se polarizan, se agudizan antiguas desigualdades y se generan otras nuevas; el capitalismo digital también apuesta a un crecimiento que supera los límites ecológicos. No se observa una orientación hacia el bienestar común, aun cuando muchos resalten que actúan en beneficio de la humanidad; y los actores económicos trabajan para limitar el acceso de las instituciones estatales al futuro de la digitalización y su capacidad de influir en él. Debemos dirigir nuestra mirada a la orientación capitalista hacia las ganancias, incluso en las discusiones sobre la ética de los algoritmos, la protección de datos o el discurso del odio. Para poder elaborar propuestas de acción eficaces, es importante tener conciencia de que en algunos debates que parecen ser técnicos y abstractos, en última instancia, se trata simplemente del capitalismo. La definición implícita y explícita de los objetivos de la digitalización tiene lugar, sin embargo, en un entorno de actores confuso, que difícilmente cumple con las exigencias de la legitimación democrática o la revisión estatal. La cuestión inicial es entonces: ¿cómo se puede capacitar a los actores sociales y políticos para participar en la elaboración del futuro digital y en qué áreas deben conquistarse posibilidades de intervención?
Actualmente, cerca del 50 % de la humanidad tiene acceso a Internet. Es mayor la cantidad de hogares que poseen teléfonos móviles que los que tienen acceso a agua potable y electricidad. Lo más probable es que los teléfonos inteligentes se convertirán en pocos años en un producto universal de la humanidad: el primero de la industria tecnológica. Las historias de éxito, como los drones de carga utilizados en Ruanda para el suministro de medicamentos urgentes o el sistema de pago por teléfono móvil M-Pesa en Kenia muestran que los medios de comunicación modernos se pueden aplicar de forma específica para resolver desafíos del desarrollo local.
Pero estos ejemplos siguen siendo casos aislados, porque igual que en el pasado, existe una profunda “brecha digital”. Alrededor de 3.500 millones de personas -principalmente en los países en desarrollo- no tienen acceso a una conexión a Internet. Y al mismo tiempo parece ser cada vez más difícil unir a la red a las regiones todavía no conectadas y poner a disposición la infraestructura digital necesaria para ello. Durante 2007 el crecimiento anual de los usuarios de Internet fue todavía de 17 %, mientras que en 2018 fue de apenas 5,5 %. Más allá de las cifras mundiales, se perciben muchas otras “divisiones digitales” con respecto a factores como edad, ingreso, género, región, ciudad/campo, calidad y asequibilidad: mientras que en Europa alrededor del 80 % de la población tiene conexión a Internet, en África es solo el 22 %; fuera de la OCDE, la mayoría de las pequeñas empresas quedan fuera de línea; 2 mil millones de personas viven en países en que el precio de 1 GB de datos supera el 2 % del salario mensual promedio; las mujeres tienen en total un acceso menor; y por último, el escaso conocimiento de idiomas, sobre todo inglés, reduce también el acceso a contenidos importantes. Todo parece indicar que, para aquellos que ya están en línea, los ciclos de innovación y la transformación digital se acelerarán, mientras que quienes aún no pertenecen al mundo digital tendrán cada vez más problemas para lograr el acceso. En su informe anual de 2016, el Banco Mundial llega a la conclusión de que, sobre todo en los países del sur, los “dividendos digitales” aún no se han cobrado. Con esto se refiere a la esperanza de que la aplicación de tecnologías digitales genere impactos de desarrollo positivos y amplios, como crecimiento, puestos de trabajo y una mejora de los servicios públicos para las sociedades. Según el citado informe, las ventajas beneficiaron hasta ahora solo a grupos reducidos de poblaciones bien educados y bien conectados. Esto se debe, además de la brecha digital, a una educación deficiente, pero también a la mala regulación normativa y la tendencia a la formación de monopolios. Son realmente malas noticias, porque estar fuera del mundo digital no solo significa tener menos oportunidades de trabajo, acceso a servicios sociales básicos, educación, noticias y participación política. Tomando en cuenta la interconexión cada vez mayor entre diversas tecnologías claves, por ejemplo, la nanotecnología, esto significa también que, para economías nacionales y sociedades completas, la brecha digital hoy también obstaculiza el desarrollo en otros campos como la medicina, la biotecnología y la inteligencia artificial.
Si las cosas son así, la digitalización no contribuye a la reducción de la desigualdad, sino que se convierte en su multiplicador. Y esto no solo sucede en los países del sur global. El desarrollo económico de los últimos treinta años ha generado ambas cosas: un impulso tecnológico enorme y una desigualdad extrema. Y las tecnologías actuales pueden generar aún más efectos de distribución problemáticos: se produce la destrucción masiva de trabajos rutinarios a través de la automatización (principalmente en los países industriales y emergentes), se exacerba la desigualdad entre los trabajadores con alta y baja calificación y se fomenta una “economía de las súper estrellas”, en la cual personas individuales dominan mercados enteros. Es por eso que los temas de tecnología e igualdad están estrechamente relacionados. La tecnología no es buena ni mala, solo proporciona posibilidades. De nosotros depende cómo las utilicemos. El acceso asequible a las tecnologías de comunicación modernas es, sin embargo, la condición primordial para el desarrollo en el siglo XXI.
El trabajo ocupa el lugar central en el desarrollo humano. Un buen trabajo garantiza el sustento, reduce la desigualdad, promueve la igualdad de género y fortalece las comunidades. Fortalecer las oportunidades de trabajo digno en todo el mundo es, por lo tanto, una tarea central de los partidos socialdemócratas y socialistas. Un trabajo es digno cuando satisface las exigencias y las necesidades de los trabajadores.
El debate sobre el futuro del trabajo no es nuevo. Es un tema al que suelen recurrir los discursos sociales desde hace muchos años. Y es un debate controvertido. Algunos asumen que el nuevo impulso tecnológico causará la eliminación masiva de puestos de trabajo y hasta predicen el fin del trabajo. Los optimistas, por el contrario, confían en que las nuevas tecnologías impulsen procesos de transformación y anuncien un ciclo nuevo que lleve a la creación de muchos puestos de trabajo nuevos, marcando incluso el inicio de una “época de oro” de la creación de trabajo. Este último aspecto se ve respaldado por la experiencia histórica de que, a pesar del temor ante la transformación tecnológica, al final siempre se crearon puestos de trabajo nuevos y mejores. Sin embargo, el carácter disruptivo y la velocidad de la transformación podrían también hacer que los modelos anteriores de cambios tecnoeconómicos ya no resulten viables.
Ya desde hace algunos decenios, la digitalización de la economía es, junto a la globalización, un impulsor importante de la división internacional del trabajo. Esta tendencia aumentará en los próximos años. La interrelación ya mencionada de diversas tecnologías como la inteligencia artificial, la impresión 3D, los teléfonos inteligentes y la robótica diversificarán aún más la división del trabajo. El Internet de las cosas transforma sistemas de creación de valor completos y borra aún más las fronteras de los mercados de productos y de trabajo, tanto en lo temporal como en lo espacial. El trabajo se vuelve cada vez más móvil y multilocal. Los servicios digitales se dividen en unidades cada vez más pequeñas. El papel del ser humano en el proceso de producción se transforma de proveedor de prestaciones laborales en supervisor de máquinas que ejecutan los trabajos rutinarios en forma independiente. Gracias a los macrodatos (big data), existen datos suficientes para todas las áreas. La capacidad de combinar e interpretar esos datos es una competencia clave del trabajo digital.
Pero, ¿cuál será el saldo de empleos de esta convulsión? Esta cuestión es controvertida e imposible de predecir en la actualidad. Por un lado, despierta la esperanza de nuevos modelos y sectores comerciales, que generen puestos de trabajo; de mayor productividad, que beneficie a todos; de lugares de trabajo mejores y más saludables y formas de trabajo más flexibles al servicio de los empleados; de mayor soberanía sobre el tiempo, más posibilidades para la creación de nuevas empresas y un mayor apoyo para los enfoques de la economía solidaria.
Por otro lado, el escepticismo es justificado. El “avance de los robots” genera temores que no son infundados: una nueva ola de automatización podría realmente costar puestos de trabajo rutinario, más de todo en el nivel de los empleados medios; y esto no solo en el área de la producción, sino también en el sector de los servicios y en el campo del conocimiento. Ciertas calificaciones perderán valor y aumentará la demanda de otras; profesiones completas desaparecerán y surgirán otras. Con la interconexión mundial y flexible de diversos sistemas de máquinas más allá de los límites de las empresas se avanza hacia una disociación entre el trabajo como tal y el puesto de trabajo en las empresas. Las plataformas en línea ofrecen también tareas individuales, en parte extremadamente fragmentadas, procesadas casi a destajo por trabajadores unipersonales independientes. Las tareas se separan de los contextos operativos y empresariales. Del lado de las empresas se produce un desmantelamiento de los espacios de autonomía, la intensificación de los controles, como lo demuestra el ejemplo de Amazon, y la intensificación y la precarización del trabajo. Los sindicatos se enfrentan al desafío de que derechos existentes, como la protección laboral y de la salud, son muy difíciles de aplicar en el trabajo colaborativo en línea (crowd). Ya hoy se percibe que en los mundos laborales flexibles de las plataformas de crowd working, click working y la “nube humana”, los asalariados se convierten en “empresarios”, los empleados se solicitan con frecuencia “a la carta”, con contratos irregulares, relaciones laborales a corto plazo y protección social y sindical deficiente. El precariado digital, o sea la cantidad de personas sin seguridad social, podría aumentar con rapidez. En esta situación existe el riesgo de que el progreso digital del siglo XXI se combine con las condiciones de trabajo del siglo XIX. En los enormes centros de distribución de Amazon, las trabajadoras y los trabajadores hacen lo que les indica el software de Amazon, que al mismo tiempo mide su productividad en tiempo real. Las trabajadoras y los trabajadores son una suerte de robots, autómatas humanos.
Pero los mundos laborales digitales no implican que cada tipo de trabajo se reduzca de por sí, sino que se podría reducir la calidad del trabajo para una gran parte de los trabajadores. Las tecnologías digitales asumen trabajos rutinarios y generan al mismo tiempo una demanda de trabajadoras y trabajadores que resuelvan las labores no rutinarias. Esas labores no rutinarias se pueden dividir en dos categorías amplias y forman dos polos del mercado laboral. Por un lado, la penetración digital del mercado laboral hace que aumenten las tareas abstractas, analíticas y creativas y que se mantenga fuerte la demanda de fuerza laboral altamente calificada. En el marco del trabajo de proyectos, se prestan servicios laborales en todo el mundo. La localización geográfica del prestador de servicios deja de ser importante. Del otro lado del espectro de calificación están las tareas manuales, sobre todo en el sector de servicios (seguridad, gastronomía, limpieza). Faltan muchos años para que los robots puedan resolver esas tareas que requieren un accionar circunstancial. Pero las calificaciones necesarias para esas tareas no son raras y, por lo tanto, en su mayoría son mal pagadas. Ya en los últimos años se produjo un aumento de la demanda de ambas categorías de trabajo no rutinario, mientras que las tareas “rutinarias” con ingreso medio se desmoronaron (y, al margen, parte de las tareas de servicio fueron asumidas por los propios clientes, sea a través de la banca por Internet, en la caja del supermercado o la investigación para encontrar los vuelos más baratos). Esa tendencia a los “mercados laborales polarizados” se mantendrá y es uno de los impulsos principales de la desigualdad de ingresos históricamente alta en muchos países.
Al mismo tiempo, la mano de obra barata podría perder importancia como el catalizador hasta hora más importante del proceso de recuperación de muchos países en desarrollo: ya hoy se percibe que la automatización progresiva de sectores completos de la industria influye no solo sobre la estructura de los mercados de trabajo nacionales, sino que además podría volver a transformar la geografía comercial y económica. Si en el futuro se reduce la importancia del salario, volverá a ser más relevante la cercanía a los mercados. Es por ello que Adidas ha comenzado otra vez a producir calzado en Alemania, en plantas de producción casi completamente automáticas. Por lo tanto, los efectos de la digitalización podrían afectar mucho más a los países emergentes y en desarrollo que a los países industrializados. Según estimaciones del Banco Mundial, en países como India y China, alrededor del 70 % de los puestos de trabajo podrían estar amenazados por la digitalización.
A diferencia de las revoluciones tecnológicas anteriores, los efectos de la industria de alta tecnología sobre el empleo son hasta ahora realmente modestos. En EE.UU., apenas el 0,5 % del total de la población activa trabaja en los nuevos sectores de la alta tecnología, surgidos al inicio del nuevo milenio. Sin embargo, los efectos reales son todavía controvertidos y pueden ser muy diferentes según el país. Sea como sea, esta situación afectará a muchísimas personas, que se verán obligadas a reorientarse. En muy pocos casos serán las personas afectadas por la transformación estructural quienes recibirán los posibles trabajos digitales nuevos y buenos. La pregunta es, entonces: ¿cómo puede esa nueva sociedad digital de servicios y conocimientos garantizar un sustento a todas las personas? Y, además, ¿cómo se pueden diseñar los cambios de estructura con las personas y no en su contra? Hasta ahora no está definido el futuro del trabajo. La pregunta de quién se beneficiará de los dividendos digitales no tiene respuesta todavía. No sabemos con exactitud cómo será el futuro, pero podemos influir sobre él. Mucho dependerá de que los gobiernos y los interlocutores sociales definan las condiciones sociales, económicas y tecnológicas de tal forma que permitan la creación de puestos de trabajo nuevos y dignos y se generen transiciones justas en el proceso de transformación. Es por eso que también en adelante los partidos socialdemócratas y socialistas deben poner el énfasis en la organización futura del trabajo en sus agendas políticas.
No es posible ignorar el desplazamiento de los centros de poder y decisión hacia los actores económicos poderosos, la transferencia de tareas centrales de control político al sector de la economía y una orientación general en favor de los intereses “de los mercados”. Ese desarrollo ha contribuido de forma decisiva en los últimos años a la pérdida de la confianza en las instituciones estatales y la capacidad de actuar de la política. Resulta evidente que esa acumulación de poder económico va de la mano con la influencia política, tanto en el fuerte impacto del trabajo de cabildeo sobre los procesos legislativos como en las prácticas comerciales brutales de las compañías transnacionales frente a determinados países, muchas veces incluso alentadas por los gobiernos nacionales.
Ese desarrollo se agrava aún más en el capitalismo digital. El ganador se lleva todo: 8 mil millones de consultas de búsqueda por día, en algunos países hasta el 90 % de todas las consultas. Google es el gran guardián de la información y opera en la mayoría del planeta como un monopolio. Hoy en día, esta es una característica típica para la economía digital que también tiene consecuencias económicas. Según una investigación actual, del volumen de negocios de 300 mil millones de dólares producido por todas las empresas de Internet de EE.UU. que cotizan en bolsa, alrededor del 70 % corresponde a apenas cinco empresas. El 57 % de esas ganancias entró exclusivamente a las arcas de Amazon y Alphabet. El crecimiento del valor bursátil de esas cinco empresas fue de alrededor de un billón de dólares en los primeros diez meses de 2017. Y solo el crecimiento del valor supera así la suma del PIB de Noruega, Finlandia y Dinamarca. A su vez, unas pocas compañías de inversión enormes como BlackRock, Vanguard y State Street, así como fondos patrimoniales estatales, poseen grandes paquetes accionarios de los gigantes tecnológicos. Apple misma es también un grupo financiero con un fondo de inversión propio con sede en Nevada y ha acumulado bonos corporativos por valor de 180 mil millones de dólares.
En 2018, las cinco empresas con los mayores activos en el mercado eran Apple, Google, Microsoft, Amazon y Facebook, es decir, la clase dominante del mundo digital. Se trata de conglomerados, que ya no siguen un solo modelo de negocios; son empresas que unen su poder económico y lo monetarizan de formas distintas, a menudo sorprendentes, pero siempre sobre la base de los datos. Google dispone de un buscador de empleo mundial y controla, junto con Facebook, alrededor del 60 % del total del mercado publicitario en línea en todo el mundo. Facebook ofrece una red interna para oficinas estatales y produce series de televisión. Amazon es, con su marca propia Amazon Basics, al mismo tiempo el mayor fabricante de baterías y el tercer productor de pañales más grande de EE.UU. (si se toman en cuenta solo las ventas en línea). Microsoft apunta con las gafas de realidad mixta Hololens a la fusión del plano digital y analógico en el lugar de trabajo, y en ese sector se ha convertido en la plataforma estándar líder del mercado. Apple trabaja intensivamente para convertir el Iphone en una central de salud personal y quiere entregar a todos los usuarios de Iphone una tarjeta de crédito virtual. No le tienen miedo a desafíos mundiales enormes, como digitalizar todos y cada uno de los libros que se imprimieron alguna vez, fotografiar cada calle de cada ciudad del mundo, instalar conexión a Internet en áreas rurales y llevar a las calles automóviles de conducción autónoma.
La mayor parte de las ganancias de Amazon no proviene de la expedición de mercancías. Lo que produce ganancia es sobre todo el alquiler de recursos de tecnología de la información no utilizados por Amazon Web Services, sin los cuales miles de empresas no podrían funcionar. Pocos inversores con grandes capitales deciden también sobre los avances tecnológicos del futuro. Con respecto al próximo gran avance de la inteligencia artificial, parece probable que un puñado de empresas estadounidenses y chinas dominen la totalidad de la escena. En 2016, Amazon invirtió 13 mil millones, Google 11 mil millones y Ali Baba, la gran empresa china, tiene el plan de invertir 10 mil millones en la exploración de la inteligencia artificial. Para ganar esta lucha competitiva, se necesitan no solo una infraestructura robusta sino, sobre todo, toneladas de datos, sobre los que se puedan apoyar el aprendizaje automático y el aprendizaje profundo, las bases de la inteligencia artificial. Esas empresas han acumulado todo lo necesario: infraestructura, capital, datos.
Es indudable que las plataformas poderosas, que vinculan como intermediarios la oferta y la demanda en el mercado, son las entidades económicas más dominantes del capitalismo digital. Google fue el precursor, pero hoy existe ya una serie de empresas que ganan mucho dinero mediante la intermediación en una plataforma digital: Airbnb, el proveedor de alojamiento más grande del mundo, no posee un solo inmueble; Alibaba, el comerciante mayorista que más vende en todo el mundo, no tiene inventario; los proveedores más importantes de telefonía, WeChat y WhatsApp, no poseen una infraestructura de telecomunicaciones propia; Society One, el banco con mayor crecimiento en todo el mundo, no posee dinero en efectivo disponible.
Las plataformas controlan el acceso a los productos y los procesos de los modelos comerciales correspondientes. Las plataformas en sí mismas no producen nada, sino que solo representan un espacio virtual de encuentro. Lo único que poseen son datos y algoritmos. Se financian mediante cargos, publicidad o datos de usuarios. Y gracias al efecto de red, logran con rapidez una posición monopólica. A menudo inciden de forma negativa en los sectores existentes, porque manejan de forma rápida y barata un mercado más amplio o comienzan por crear ese mercado. De esa forma incursionan a menudo en terrenos desconocidos y, por lo tanto, no reglamentados. Esos “intermediarios” aspiran a dominar el mercado y su ecosistema engulle cada vez más sectores. Su objetivo es imponer normas de sector, controlar y escenificar cada transacción económica como una subasta, incluidos los costos del trabajo. Las consecuencias son relaciones laborales típicas del capitalismo temprano, por ejemplo, en la intermediación de viajes privados a través de Uber o de microtrabajos en las plataformas de click work como Mechanical Turk de Amazon. En esas plataformas, la mayoría del trabajo lo hacen los algoritmos, pero sobre todo el público, los clientes y los usuarios, que no reciben ningún tipo de pago. Los sistemas de valoración, alimentados a su vez por los propios usuarios de la plataforma, sustituyen normas y reglas, sellos de calidad estatales, derecho laboral o reglamentos de construcción.
Jaron Lanier llama a las plataformas “servidores sirenas”, inspirado en las sirenas de la Odisea, que atraen a los clientes con servicios gratuitos y terminan atrapando a esos clientes por toda una eternidad. Las sirenas alcanzan su meta cuando deja de ser posible cambiar e irse a otra empresa, sea por falta de alternativa, porque cambiar sería demasiado caro o simplemente porque todo el mundo está en este o en aquel proveedor: Microsoft, Google, Facebook. A través del efecto de red y de atracción, las empresas conquistan rápidamente una posición de monopolio. Se reservan el derecho de cambiar en cualquier momento las reglas del juego. Los experimentos con modelos de pago, modificaciones de la configuración de privacidad están a la orden del día. Y frente a ellas se ubican actores individuales sin ningún tipo de influencia sobre el sistema general. Esto se aplica tanto a los clientes privados como a las empresas que utilizan la infraestructura digital de las grandes plataformas y empresas tecnológicas. Las plataformas ya no son simples participantes del mercado, sino que determinan la forma de funcionamiento de ese mercado. Eso otorga a las plataformas una soberanía funcional, se convierten en supervisores y organizadores de los participantes reales del mercado y reescriben las reglas del juego. Esto sucede no solo en el mercado sino también en áreas fundamentales de la política, en relación con la ciberseguridad, la protección de la esfera privada, las elecciones, etc. Pero en realidad sabemos muy poco sobre su agenda. Las críticas a Google y compañías parecidas se centran en las reglamentaciones laxas de protección de la privacidad, en la venta de datos de usuarios o en la cooperación con la NSA. Pero, ¿cuál es su posición frente a la política de infraestructura, las normas y la regulación?
Los grupos de empresas de Internet aprovechan de forma inteligente las diferencias entre los distintos sistemas de regulación nacionales (por ejemplo, la política impositiva) y se perfilan como fuerza política mundial con derecho propio. La otra cara de la misma moneda es la retirada de los Estados, no sólo de la economía, sino también de otros ámbitos regulatorios, sea por interés o por no saber cómo enfrentar a las grandes multinacionales de la tecnología. En los últimos años, se ha observado un renacimiento de los Estados, pero no como actores que configuran la sociedad, sino como administradores de crisis y estabilizadores cuando los mercados fallaron. En vista del poder político y de mercado adquirido por unas pocas empresas, las instituciones estatales públicas deben volver a convertirse en un instrumento central de reforma que regule, impulse, establezca límites, y provoque innovaciones amplias. Resultará difícil capacitar a un servicio público que desafíe a Facebook o Google. La regulación antimonopolio, como se aplica en forma creciente en la Unión Europea, podría ser útil. Necesitamos además nuevos enfoques. Y sin duda, es difícil, pero no por eso erróneo: teniendo en cuenta las cadenas de creación de valor transnacionales, muchos problemas solo se pueden resolver en la esfera regional o mundial. En vista de los desafíos planteados, tener en cuenta únicamente la problemática nacional equivaldría a una negligencia.
Ya es un lugar común y un elemento fijo de cualquier discurso sobre la digitalización decir que los datos son el nuevo petróleo. La analogía es de por sí un estereotipo, pero no por eso deja de ser verdadera. En general se refiere a que los datos se han convertido en los impulsores y la materia prima de una nueva economía.
Todas las plataformas producen una inmensa cantidad de datos: 72 horas de material de video se cargan por hora en YouTube, más de 100 mil millones de fotos se han publicado en Facebook y más de 40 mil millones de aplicaciones se descargaron de la plataforma iTunes de Apple. Según diferentes estimaciones, se recogen un megabyte o incluso un gigabyte de datos por persona y por día. Los macrodatos son volúmenes gigantescos de datos masivos no estructurados, que se alimentan de numerosas fuentes descentralizadas y cuyo tamaño aumenta con rapidez. Su modelo comercial se basa en que, al utilizar los servicios digitales, las personas entregan sus datos de forma voluntaria: un latido cardíaco registrado en un electrocardiograma, un carraspeo en el teléfono, un dedo que se desliza por la pantalla del teléfono inteligente, un escaneo en la caja del supermercado, el uso de un sistema de navegación, una aplicación de cuidado de la salud. Cada movimiento, cada contacto, cada ruido, cada foto crea datos, si es captado por un sensor o una cámara; datos que pueden ser leídos por máquinas, que se pueden almacenar, analizar, difundir y vender. Cada vez más se obtienen datos de dispositivos conectados en red, como los teléfonos inteligentes, los automóviles, los sistemas de calefacción o equipos de música. El negocio de los macrodatos es, por ende, extractivo y se basa en la explotación de datos de distintas fuentes. Ese material en bruto se debe refinar mediante la combinación y el análisis, para reconocer patrones desconocidos hasta el momento y generar conocimientos valiosos. Eso en principio no es nuevo. Lo que es una novedad es la simple cantidad de los datos disponibles en la actualidad a través de posibilidades técnicas de obtención y almacenamiento cada vez mejores y también es nueva la inteligencia y la velocidad del análisis de datos.
Pero, de forma similar que otras “industrias extractivas”, los extractores de datos producen también gran cantidad de externalidades, o sea, costos, que se generan a través de la empresa y que se hacen recaer en la comunidad, mientras las ganancias se las llevan las grandes empresas tecnológicas. Esas externalidades van desde la violación de la esfera privada, pasando por el racismo en los algoritmos, hasta el consumo de recursos enormes por parte de los macrodatos. Los centros de datos mundiales producen actualmente tanto CO2 como el total del tránsito aéreo.
La ambivalencia de la digitalización se muestra de la forma más impresionante en el debate sobre los macrodatos de datos: por un lado, está la gran utilidad, no solo para las empresas sino también para la administración, en el área de la salud y para la sociedad en general. Por otro lado, se derivan riesgos de la propia técnica, interrogantes éticas y legales y nuevos desafíos para la seguridad y la protección de los datos. Y también se renueva el miedo a la vigilancia total y la pérdida de esfera privada y libertad. Surgen riesgos, sobre todo, cuando las personas y las relaciones sociales se convierten en objetos de control, valoración y pronóstico. Por un lado, es más fácil manipular a las personas cuando se conocen sus preferencias y se pueden predecir sus comportamientos. Por otro lado, se puede producir un efecto de rebote, si las personas comienzan a orientar sus comportamientos según las herramientas de análisis. La seguridad de los datos se convertirá en un problema central para las empresas y la sociedad. Según las formas clásicas de procesamiento de datos, los datos se almacenaban por separado en servidores locales; actualmente los datos masivos se generan en grandes dimensiones mediante la comunicación basada en Internet y se depositan en nubes. Eso facilita la descarga de datos desde la red, la combinación de distintas fuentes y el acceso desde distintas ubicaciones. Pero, al mismo tiempo, aumentan las exigencias sobre la seguridad de los datos, para enfrentar los peligros de accesos no autorizados y la utilización ilegal de la información.
Y volviendo nuevamente a la imagen inicial de los datos como el nuevo petróleo: así como hay fuentes de petróleo que no deberíamos explotar, hay fuentes de datos que no deberíamos utilizar, porque los costos sociales son demasiado altos; otras fuentes se pueden utilizar, pero solo aplicando medidas de protección estrictas y con la mayor transparencia posible. En este punto es esencial lograr la transparencia del “proceso de refinamiento”, o sea del proceso por el cual se extrae conocimiento de los datos originales, mediante la publicación de los algoritmos. Solo así pueden la política y la sociedad reconocer en qué ámbitos resulta necesario aplicar nuevas reglas. Y, por último: el control democrático es importante. No se deberían instalar plataformas de extracción, ni de petróleo ni de datos, donde la sociedad no lo desea.
En los próximos años, el centro de la cuestión será, ni más ni menos, el establecimiento de un nuevo orden de propiedad de los datos. Los datos se pueden reproducir de forma ilimitada. Si compartimos los datos, estos se vuelven más valiosos para nosotros. Pero para aprovechar ese valor, debemos organizar el mundo digital de forma diferente que el mundo material. Y de forma similar a las demás industrias extractivas, la extracción de datos necesita también reglas claras, transparencia y participación democrática.
En este punto el tiempo apremia, porque las grandes empresas tecnológicas y los países líderes de la tecnología de la información aliados con ellas intentan con todo su poder diseñar las reglas según sus intereses y evitar el establecimiento de un gobierno de datos orientado al interés público.
La Internet se convierte cada vez más en la ruta comercial del siglo XXI y la política comercial internacional se perfila como uno de los foros claves donde se discutirán y, llegado el caso, se decidirán, las nuevas reglas para el “capitalismo digital”.
Amazon, Google, Uber, Airbnb y muchas otras empresas también han transformado de forma radical nuestra forma de comerciar más allá de fronteras, con mercancías y, cada vez más, con servicios. Las compras y los pagos a través de Internet no solo son cómodos, sino que reducen también los costos comerciales. La proporción del comercio en línea aumentó por ello en forma masiva en los últimos años y sigue subiendo con rapidez.
Los mercados electrónicos bajo la forma de plataformas en línea se vuelven cada más importantes. Una aplicación conecta a un proveedor en un país con un consumidor en otro país, mientras que el proveedor de la aplicación tiene su sede comercial en un tercer país, ¡de ser posible en un paraíso fiscal! Las mercancías se convierten en servicios. Donde antes se vendían productos (por ejemplo, un aparato de radiología para un hospital), se ofrecen actualmente soluciones integrales como servicio. En este ejemplo, el propio fabricante del aparato presta servicios en línea en forma remota o desde el extranjero, en el campo del diagnóstico médico por imagen, a través del dispositivo que él instaló y que maneja a través de Internet. Muchos de los fenómenos tecnológicos del nuevo capitalismo digital que describimos previamente se parecen cada vez más a un “lejano oeste” regulatorio y suenan cada vez más alto las voces que exigen nuevas reglas que deberían ordenar el supuesto caos.
Y aquí es que entra en juego la política comercial. Pero la clave de la política comercial no es la regulación en sí misma. La política comercial –y los políticos y diplomáticos comerciales partidarios en su mayoría del liberalismo económico– apuntan siempre, en principio, a promover el comercio transfronterizo y suprimir las reglas que restringen o distorsionan el comercio. Cuando la política comercial se dedica al Internet, lo hace hasta ahora con un foco exclusivamente en cuestiones económicas, principalmente en el sentido de una apertura de mercado establecida de forma contractual para las mercancías ofrecidas en línea y de forma transfronteriza.
Sobre todo, las potencias económicas dominantes presionan con todo su poder para que se liberalice el comercio en línea y la circulación de los datos digitales acorde a los intereses de sus empresas de alta tecnología y que esa liberalización se asegure en un contrato vinculante según el derecho internacional. Entre sus reclamaciones figuran: mayor liberalización del acceso al mercado para proveedores extranjeros de servicios electrónicos, el tratamiento igual para productos electrónicos y no electrónicos, la circulación de datos sin restricciones (libre), incluso también datos confidenciales personales de salud, financieros y otros, la exención de la obligación de almacenar datos en servidores dentro del país de origen de los datos, la restricción de la posibilidad de los Estados de regular servicios que se creen en el futuro y de limitar el acceso de dichos servicios al mercado, así como la exención de los proveedores de servicios en línea de la obligación de tener oficinas en los países de venta.
A los grandes países industriales, se oponen muchos otros, principalmente países en desarrollo, que no quieren negociar esos asuntos. Esos países consideran que una liberalización del comercio en línea y la circulación de datos establecida de forma contractual y sujeta a sanciones es, como mínimo prematura y no promueve su desarrollo, porque contribuiría a perpetuar la división digital imperante en el mundo. Porque si bien el comercio electrónico proporciona oportunidades hasta ahora no existentes en el mercado internacional a los proveedores de esos países que ofrecen productos que son nichos en el mercado, lo hace solamente si existen los requisitos infraestructurales necesarios (como el Internet rápido) y si realmente se ofrecen bienes y servicios competitivos en el plano internacional. En las situaciones en que sobre todo el último punto no se cumple, los presagios van en la dirección opuesta: una apertura precipitada a los proveedores en línea internacionales somete a sectores de la economía local a una presión competitiva internacional más fuerte. Una formalización prematura del libre comercio digital sobre la base del status quo consolidaría la ventaja de los países líderes del sector de tecnología de la información y haría difícil o imposible el proceso de recuperación de los países menos desarrollados. Una prohibición vinculante según el derecho internacional de instrumentos de una industrialización digital restringiría de forma inaceptable espacios de maniobra necesarios para la elaboración de estrategias de desarrollo. También se podrían perjudicar o eliminar por completo los esfuerzos de someter a los nuevos proveedores de plataformas a las legislaciones nacionales a través de nuevas reglas comerciales, por ejemplo, respecto a la no discriminación o la neutralidad tecnológica.
Más allá de las cuestiones comerciales complejas, también se trata de cuestiones básicas. En la controversia se reflejan en última instancia las líneas de conflicto clásicas Mercado contra Estado y Globalización contra Soberanía nacional, que se verán aún más resaltadas por la digitalización del comercio. Por un lado, está la pretensión de las empresas de Internet dominantes del momento, de poder hacer negocios de forma contractual, asegurada en todo mundo, prácticamente sin obstáculos y con una regulación mínima. A esto se opone el derecho (y deberíamos decir: la obligación) de los Estados, en interés de sus propios ciudadanos y ciudadanas, sus trabajadores y trabajadoras y también de sus propias empresas, de dictar reglas “discriminantes” contra los proveedores extranjeros que dominan el mercado. Esto se aplica especialmente en el período actual de grandes transformaciones tecnológicas, en el que muchos Estados, bajo condiciones iniciales completamente desiguales, no se hacen muchas ilusiones sobre supuestas ventajas de una competencia internacional sin trabas.
No es conveniente aceptar las innovaciones tecnológicas a ojos cerrados, pero tampoco hay que prohibirse pensar cómo se puede desplegar el potencial social de la tecnología y qué condiciones resultan necesarias para ello. Precisamente los partidos progresistas deberían tener menos reservas sobre la tecnología y reflexionar más sobre su dimensión social: ¿cómo transforma la digitalización nuestro mundo laboral?, ¿cuáles son los puntos vulnerables de una sociedad digital?, ¿cómo podemos favorecer la participación a través de la tecnología digital?, ¿cómo podemos emanciparnos como ciudadanos en y con la Internet?, ¿quién decide las reglas del juego del futuro?, ¿a qué objetivos debe apuntar la digitalización?, ¿a quién otorgará o quitará poder?, ¿cómo se la puede utilizar para resolver los grandes desafíos de la humanidad?
Lo que necesitamos urgentemente es generar una conciencia digital. Esto no solo significa información más transparente sobre lo que pasa en el plano técnico y social, sino también que las personas tienen que ser empoderadas para participar en el desarrollo. Para eso necesitamos una educación mejor en el campo digital, que además fomente las capacidades generales: ¿cómo y dónde puedo encontrar la información necesaria?, ¿cómo la puedo evaluar?, ¿cómo me protejo de las noticias falsas?, ¿de qué forma puedo relacionarme con las plataformas sociales?, ¿cómo utilizo los recursos digitales?, ¿cómo logro controlar yo a los aparatos y no a la inversa? Para eso se requieren capacidades básicas, por ejemplo, el pensamiento crítico.
Una educación de calidad para todos es un objetivo central también en la Agenda 2030. La digitalización acelera la generación y la difusión de la información, así como los procesos de aprendizaje en todo el mundo. Esto ofrece, por un lado, oportunidades importantes de resolver problemas de la humanidad y para el acceso de todos los seres humanos al conocimiento, la educación y la capacitación, también en los países en desarrollo y emergentes. Por el otro lado, aumenta el peligro de la manipulación o la percepción selectiva de los hechos. La capacidad de relacionarse de forma responsable con los medios digitales se convierte en una de las competencias claves para el futuro.
Esta educación cívica digital o code literacy, o sea, un conocimiento básico sobre qué son las computadoras, las redes y los algoritmos, también es importante para que los seres humanos vuelvan a emanciparse frente la técnica. Hoy en día la comunidad de Internet está integrada en primera línea no por personas independientes con capacidad de decidir, sino por consumidores digitales. Lo que también se necesita, además de regulación y transparencia, es más responsabilidad y autoconfianza frente a las máquinas. La pérdida de la autonomía individual no es inevitable y es posible crear un futuro digital responsable. Para lograrlo, se requieren formas de tecnología abiertas y participativas, así como discursos abiertos, emancipación y concientización digital. Que el “capitalismo de las máquinas” no siempre resulte muy popular no se debe a las máquinas. Es por eso que el debate debe salir de los círculos generalmente cerrados del gobierno, la economía y los expertos en técnica y abrirse a la sociedad. Porque ese es el lugar donde se debe discutir este tema. El diseño del mundo futuro debe ser abierto para todos. Con ese objetivo, se deben crear más lugares en los que se encuentren la mentalidad sociopolítica con la “mentalidad de garaje” tecnológica; lugares donde las necesidades de las personas definan el rumbo de la tecnología, donde el aspecto utilitario de las cosas esté en primer plano. Solo así podremos ser creadores de esta revolución tecnológica en lugar de vernos arrastrados por ella.